Bicis, Balcones y Ventanas

La tarde del sábado caía indefectiblemente siempre a la misma hora, unas después de merendar, por lo que la merienda marcaba el casi ocaso del día y por eso estirábamos ese momento de agonía. Merendar a las 18 en la casa de quien estemos o empezar a emprender la retirada si estábamos jugando en ese barrio donde las calles no tenían nombre. Llegar a casa, subir la bici, el grito de mi vieja de que olia a perro y que tenía que bañarme era una marca repetida del ritual. Sentir el olor del café cayendo en la taza es uno de los placeres que siempre disfrute, lamentablemente después caía la leche y el desagradable olor a grasa caliente. Si, cuando yo era pibe la leche olía a grasa, si la dejabas fuera de la heladera se cortaba, si pasaba 2 días en la heladera se cortaba, y si quedaba un poco en un vaso al evaporarse el líquido quedaba una capa blanca en polvo, lo que después con el tiempo me enteré que era la caseína. Pero bueno volvamos al sábado y su apocalíptico final. Después de oler como perros, la ducha, el jabón y el champú nos volvía automáticamente humanos, al menos para mi madre. La puesta del pijama significaba que ya el día había terminado, que nadie iba a venir a visitarnos, ni que saldríamos a dar una vuelta. Jamás revisar si habia tarea eso era para el domingo a las 20, donde ya no había más remedio. Cenar y ver que daban en algunos de los 4 canales, recuerdo que moría por ver Un hombre en la casa (serie inglesa Man about House BBC) y a la cama, a desear que llegue la mañana más deseada.


Luego de manejar por la costa azul un Aston Martin, volado en helicóptero y haber besado a la chica de la escuela que me gustaba el día tenía que comenzar. Dejar la almohada y arrancar. En la semana me costaba horrores arrancar 7.30 para ir a la escuela, pero el domingo a las 7 saltaba de la cama, miraba por la ventana para saber si Febo resplandecía, y alli arrancaba a prepararme el desayuno. Después de dejar un enchastre en la cocina, agarraba la bici y en lo que yo creía que era el más absoluto silencio salía a la calle. Adoraba ese momento de la mañana otoñal, el césped de los jardines escarchados, el sol generando un vapor sobre la gramilla, los pájaros cantando y la fresca brisa.

El sonido del domingo a la mañana era lo que más ansiaba en la semana. Vivía en un barrio de 26 edificios interconectados por caminos de cemento y canto rodado, que a esa hora de la madrugada eran todos míos. Hoy esta de moda la palabra distopía, pero en esos días esas mañanas de domingo a las 8 eran postales de la nada. Hacia mis recorridos como un colectivo por entre los caminos, esperando que empiece a suceder eso que tanto me gustaba, el sonido de la música escapando de las ventanas, chorreando magia por los balcones. Y allí me quedaba girando por esos edificios que sus vecinos musicalizaban mis mañanas. Nobutoshi Kihara y Sony le quedaban todavía un par de años para desarrollar el walkman y creo que tampoco nos daba el presupuesto para comprar uno, así que me movía por los ritmos latinos del edificio 24, cumbia a pleno Los Wawanco por sobre todo. Los boleros del edificio 12 y 16, nunca supe quien era el fanático de Olga Guillot, Rosamel Araya, Los Panchos y Antonio Machin. Los pasos dobles, jotas interpretadas por Pedrito Rico y Miguel de Molina de la gallega de uno de los edificios sobre la avenida.

El fanatismo por Sandro de la primera señora que alimentó mis ratones pre púberes. Poseedora de una cabellera entre rubio y castaño, evidentemente mal teñida. Al verla en la semana, con sus pantalones apretados, sus suecos y llegando el verano con esas blusas que se ataban al frente y dejaban ver su opulencia y parte de su piel pecosa, en mi cabeza siempre sonaba Trigal. Si me sonría o me saludaba era motivo suficiente para que una sonrisa quede grabada en mi cara.


La música clásica y la ópera de Pacho Silva del edificio 2, amante de su fiat 1500, que un verano pintó a mano, con un pincelito y quedó de una extraña textura y apariencia. El fiat primero y luego un 404 le servían de refugio para escapar de su casa, su mujer, sus problemas y escuchar por las tardes a su querido River Plate, el auto era un ambiente más de su casa, allí leía algún libro a vidrio cerrado en el invierno.

Y así pasaba mis mañanas hasta que de a poco y con el correr del tiempo y sin la conducta enferma de arrancar a las 7.30 mis amigos iban saliendo de sus casas con sus bicicletas, soliamos dar vueltas por los mismos caminos que ya había recorrido disfrutando de la música. Hoy ya paso el horario de irme a dormir, para soñar con ser Batman o James Bond, pero aun siento esa necesidad de agradecer a todos esos anónimos seres que musicalizaron mis mañanas e hicieron que conozca otras músicas, otros ritmos, escapando de casa y quizás como Pacho subirme a la bici para ser un poco más feliz.

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