Siempre digo que en Palegiales, Chacalermo, encontrás de los personajes más variados, de hecho, uno está tras el teclado ahora escribiendo.
Una de esas tardes me encontraba caminando por Guevara y escucho los acordes de un chamamé desgranandose desde un acordeón, pero el sonido era raro, como que se acercaba. Lo primero que pensé “Es un auto”, pero ningún vehículo venía. No le di más importancia y seguí hacia mi destino, pero el sonido no se iba, aparecía, desaparecía, se acercaba, se alejaba, miró con más detenimiento y me encuentro con un gigante tocando chamamé en su acordeón por la calle montado en una tabla de Longboard. Una imagen que a ningún director de cine se le hubiera cruzado por su cabeza. En pleno Chacagiales, un gigante practicando longboard con un acordeón a falta de MP3
Por ese hábito, que tenemos los que nos criamos en pueblitos, de saludar al paso, nos pusimos a hablar 10 o 15 minutos. Lo recordé de alguna fiesta en el Konex y me dijo “Sí soy César, pero no toco más con ellos, ahora tengo mi grupo”, hablamos otros minutos más y cada uno siguió por su camino, así sin más pero con la firme promesa de volvernos a ver en el barrio o de verlo desde abajo en algún escenario.
Dos meses después, la tarde caía en Chacagiales, unas gotas amenazaban con arruinar la noche del viernes, en la duda de comprar comida en el super o ir a cenar con mi hijo, siento un chiflido y un “Euu vos!!”. Pensé en salir corriendo, pero no, me di vuelta y era otra vez el gigantón del skate, nos saludamos nuevamente, nos pusimos a hablar y como quien no quiere la cosa, me pregunta: “Que tenes que hacer esta noche???”. “Por ahora, cenar con hijo”. Vénganse a una fiesta!! Venite acá a las 21 o andate al CAFF a las 22.30 que allí tocamos.
22.30 puntuales en el CAFF, y nuestros nombres en la lista, estaba terminando de sonar un grupo folklórico que estaba dejando al público al borde del suicidio.
23.20 se apagan las luces y comienza a sonar un acordeón y una flautita, sonidos irlandeses, y un violín desgarrador que eriza la piel de lo power que suena, y allí arrancó el ritual, gitano, irlandés, balcánico, hebreo, una fiesta, 16 maestros arriba del escenario prendiendo fuego las tablas del lugar.
Una aplanadora, un alto en el pogo global y “Ya La Luna” de Maria Elena Walsh, para calmar las aguas y que nadie de los presentes muera infartado, sino seducido por la dulce voz de la menudita chica que imponía su presencia por encima de esa masa musical. En su formación más corta 6 músicos hacen una cueca y vuelve a explotar la gente, una versión al palo de Libertango, y uno empieza a ver cosacos entre el público. Es un ritual sorprendente, creo que nunca vi un show así, sin una guitarra eléctrica y que vibre tanto el teatro, que tenga tanto rock, las Czardas condimentadas con un paso de comedia, ya casi cerrando la noche y cuando no podíamos más de bailar y saltar con mi hijo, sube una bailarina que antes nos había sorprendido con danzas tribales y los acompaña haciendo percusión con unos platillos de dedos, y cascabeles, en un tema de la película TItanic, que si la Cesar Pavón Orkesta estaba ese día trágico para la navegación en la cubierta del barco, ese iceberg, seguro se derretía.
Sorprendido de no conocerlos, asombrados del fuego y del show, 4 acordeones en escena, gaitas, una sección de vientos, y una base de percusión arrasadora, más toda la diversión que hay arriba del escenario, se nota que la pasan bien, se divierten y transmiten eso al público potenciado para que no deje de bailar, aplaudir y justificar el precio de la entrada. Esperemos que éste sea el año de la Cesar Pavón, una orquesta de gitanos punks que realmente merece su lugar en teatros y shows en esta ciudad tan fría y con tanta crisis.