La pesadez era una constante esa tarde, el cielo se caía de gris y si bien siempre digo que los mejores días son los grises para recorrer y conocer la ciudad, esta no era la mejor ocasión para aplicar esa frase, existe acaso avenida más gris que Boyacá? Transitarla se estaba haciendo particularmente tedioso, nada hacía que me detenga 10 segundos y contemplar un edificio, un local, nada, solo me sorprendió la desproporcionalidad de un edificio todo azul en una esquina, otrora inmobiliaria hoy otro local mas en alquiler en esta ciudad.
Cruce la barrera y doble por Yerbal rumbo a Fray Luis Beltrán, queria saber si aún existía ese viejo bar en la esquina, una hermosa casa de 2 plantas donde más de una vez termine escabiado con Mariano y el Cherry, pero no, la onda del bar y su casa centenaria había cedido ante la presión de un inversor que construyó un edificio con un arquinepto que no tenía idea lo que era un pistolete y un dudoso gusto por el diseño. Una pena quizas podia haber pagado un café, una cerveza y remediar las veces que nos fuimos sin pagar, esas cosas que uno hace en su adolescencia, al menos la mía que fue bastante salvaje.
Enfile para Rivadavia y allí seguía con su estilo noventoso Fiamma, en otros tiempos cliente y para la que varias veces diseñe su carta, uno de esos bares en los que no me dan ganas de sentarme a disfrutar nada, no soy cultor de los pizza-café como se les decía en los 90s a esos bares y de los que hice varios artes, logos y menúes.
Seguí caminando por la avenida, en la que Javier Martinez caminó una calle sin hablar y que cuando deberia tener entre 10 u 11 años fue la testigo de mis primeras escapadas de mis viejos, para ir al cine Rivera Indarte.
La fisonomía del barrio no habia cambiado mucho, sus galerías seguían resistiendo otra de las tantas crisis. Estaban allí los metros de tul y apliques de vestidos de novia que nunca llegarán a ser esposa y morirán viudos del amor y la magia de una sola noche en una de las oscuras galerías del barrio.
El cine más moderno del barrio ya no era más testigo de las lágrimas, las sonrisas y las emociones que cada 7 días renovaban e iluminaban las vidas de los espectadores, por suerte no mutó en un templo evangélico. Intentaba encontrar al pibe de 10 que transitaba esas calles creyéndose en Broadway. Amaba Flores era el primer paso a la civilización, era el encuentro con cosas que me gustaban, era la de los kioscos de revistas desbordantes de revistas importadas, que allá en mi barrio no se veían. La de las primeros cafés y gaseosas en sus bares, la de las mujeres con tacos, que empezaron a enfermar mi cabeza de infante. Era el barrio donde comí el primer pletzalej con jamón y queso a la salida de una de Los Superagentes, y desde ese día ya nada sería lo mismo, adios figaza, chau tostado, Hola Pletzalej. Era el barrio donde las señoras de mi barrio se emperifollaban para caminar por sus calles, en especial la Avenida Rivadavia, donde ellas como Javo Martinez caminaban la calle sin hablar, creidas que estaban en la Quinta Avenida.
Creo que hasta recuerdo la cantidad de paradas que hacía el 86, primero Dársena por Laguna y luego La Boca por Laguna, hasta llegar a Rivadavia y Pedernera. Imposible recordar el precio del boleto, la mayoría de las veces me dejaban pasar, y con tantos cambios de moneda e inflación qué sentido tendría. Si recuerdo que me gustaba sentarme en el asiento doble que estaba sobre la rueda trasera de los Mercedes 1114, para ver la vida pasar, y deleitarme con las veredas, y por que era el único en que durante el verano podía abrir toda la ventanilla y soñar que iba manejando un convertible inglés por alguna de esas ciudades que nos mostraba James Bond; a las chicas bond las tenía a mi lado solo para hacerme compañía el ratonaje estaba despertando pero muy despacio. Recuerdo que tenia que bajar en el Bar Odeón y quedarme un rato mirando la fauna y soñando con que al llegar mi adultez iba a poder sentarme en una de sus mesas a tomar esos vasos kilométricos de cerveza que se vendían allí. Llegué a tomar esos tanques, sin llegar a la adultez pude deleitarlos a los 15 y hacer escala para ir algun recital en Barrancas de Belgrano en plena primavera democrática. Imposible de creer que a un pibe de 15 le vendan casi 750 cc de cerveza?? bueno era otra época, otras costumbres. Quise volver a tomar otro tanque y echarle los manies que subian y bajaban en el cual si fuera una lámpara de lava, pero el Odeón era ahora un Kentucky, así que desistí de esa conducta adolescente.
Como tenía que encontrarme con un viejo y querido amigo y este todavia no habia llegado, cruce y fui a la plaza, que para variar como toda plaza de CABA está en su 3ra remodelación en 7 años, toda vallada, pero a lo lejos se veía una de las alegrías más grandes que podía experimentar un domingo a la mañana, se equivocan no era la misa, era la calesita, la primer calesita cuyos autos tenían 1 timbre que hacía las veces de bocina y por lo que moríamos por sentarnos allí, imaginen el ruido, 4 volantes por auto 4 timbres 4 infantes tocándole bocina a caballos y otros muñecos que allí estaban. La calesita seguía igual, sin los timbres, pero igual, las mismas maderas que vieron crecer y jugar a generaciones de pibes del oeste, cuantas risas estarían escondidas en esas astillas añosas, casi negras del hollín y las corridas para ubicarse en el mejor lugar.
Hablando con el calesitero me comentó que el hace 7 años q estaba pero que si bien los autos y animales eran de plástico noventoso, y no de madera y acero pintados con pintura de plomo como cuando eramos chicos, aún respetaba ese orden, donde había un jeep se ponía un jeep, donde había un caballo, donde había un tanque lo mismo. Como dijo en su momento Duhalde, el que depositó dólares recibirá dólares, bueno parecido, pero acá se respetó.
Estuve a punto de pegarme una vuelta e intentar ganar otra más desafiando al calesitero con su hábil muñeca en la sortija, pero ya bastante mal me miraban las madres que estaban con sus hijos, no quise irme sin antes estar un rato al menos del otro lado del mostrador y le pedí si me dejaba manejar la sortija, pero me miro mal, no tenía yo licencia para ese oficio.
Lo deje al chico que llevo dentro dando unas vueltas con la promesa de que cuando le diga de volver más tarde nos íbamos sin hacer berrinches, todavía sigo esperando su respuesta.
Fui al encuentro de Sergio, más conocido como El Cuervo, o como me gusta decirle, El Ave Negra, un personaje de mi adolescencia, mi compañero de banco en 4to y 5to año, el confidente de esos días, el amigo entrañable y el responsable de que aún sigamos siendo un grupo de Ex alumnos del Etchegaray hablando pavadas por whatsapp en lo que denominamos Pueblo Chico, porque no tenemos cura.
Como siempre con un amigo, casi hermano de la vida no hace falta mucha charla para que las palabras fluyan, las anécdotas y la apreciación de la realidad. Allí estábamos los dos café mediante como hace 34 años, antes con los pelos parados haraposos y una cerveza en mano, pero siempre planeando, siempre tratando de armar un asado más, una reunión más. Felices de tenernos como amigos, honrados de poder permitirnos en medio de los días regalarnos un rato para la charla, para vernos y saber que la amistad sigue así igual como cuando organizábamos los machetes para las pruebas, o la estrategia para hacer un atentado terrorista en la escuela. Tres horas habremos estado hablando que fueron como 2 minutos, la magia de poder hablar como si el tiempo y el país no hubieran pasado. Nos abrazamos, nos despedimos y como es costumbre armando otra charla, y tratar de traer a Bettina y Mariana, para reirnos más gratamente.
Rajé para Liniers a buscar a mi hijo en la casa de una compañera del colegio y volvernos juntos, ya eran las 10 de la noche con él cruzamos toda la ciudad de oeste a norte, escuchando su primer día de toma en el Buenos Aires, y todas las hermosas cosas con la que está deslumbrándose, encontrándose con eso que llamamos vida, viajando, mirando una ciudad con sus ojos de milenial, con la voracidad por saber más y más, mucho más persona que yo a su edad, quizás no tan volador o soñador, o quizás más, su adn propio lo quiere ver cambiar el mundo, militando desde los 13. Mucho más responsable por su corta edad, pero igual fascinado por esta ciudad y su gente, por las salidas juntos a lugares que jamás pensó descubrir y placeres que no se comunican en Instagram, como los vermicellis al tuco de Pippo o la Fugazzeta y la Muzzarela de Guerrin, las meriendas de Las Violetas y millones de cosas mas que me queda aún por transmitirle y que no se pierdan.
Ahora frente al teléfono escribiendo me doy cuenta que mi niño interior quedó dando vueltas en la calesita, allá en Flores, en ese Flores que ya no es el que deslumbró mi vista en la infancia, confiando que pronto cuando se maree de dar vueltas y no pueda dar más de reir volverá para ayudarme a escribir más cosas de la infancia.